Será un Papa de paz y de verdad

Joseph Ratzinger-Benedicto XVI: es con alegría y emoción que escribo estas líneas hablando de él, el nuevo Papa.Es la alegría de quienes, habiendo tenido la oportunidad de conocerlo de cerca, de ser consagrados obispos por la imposición de sus manos- sabe quién es este hombre, a quien la Providencia confía ahora las llaves de Pedro. Es la emoción de quienes recuerdan su profunda fe y exquisita humanidad. Quien percibe a qué abismo de entrega de amor a Dios ya los hombres se ha abierto de par en par su corazón al decir sí a la llamada, semejante a la que resonó un día para Pedro el Pescador a orillas del lago de Galilea.

Entonces, ¿quién es este hombre realmente? ¿Y por qué este nombre de Benedicto, una aparente discontinuidad con los predecesores inmediatos? Joseph Ratzinger es ante todo un hombre que desde muy joven apostó toda su vida por la causa del Evangelio: sin esta fe enamorada y viva, nada se puede entender de él. Prisionero del discípulo invisible, convencido y apasionado de Cristo, fue intrépido en todas las estaciones complejas de su existencia, desde la tragedia de la guerra hasta los años difíciles de la Alemania de la posguerra, desde los acontecimientos épicos de la reconstrucción de la posguerra hasta la época de “sociedad opulenta” que se desarrolló desde la década de 1960 hasta los días inmediatos de la crisis de las ideologías y el relativismo posmoderno, la barbarie del terrorismo y los nuevos vientos de guerra en los albores del tercer milenio.

En todo el hombre de nuestro tiempo, participando intensamente e interpretando sus acontecimientos, Ratzinger era el creyente, con los pies plantados en la tierra, la mirada vuelta hacia el Dios que viene. Como sacerdote, como profesor de teología y pensador apreciado en todo el mundo, como obispo de una metrópolis como Munich, como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Ratzinger dio testimonio de la verdad con humildad y valentía, sin ceder a las modas y sin complacer jamás la lógica del éxito en este mundo. Su pasión por la verdad no es otra que su amor a Cristo. Su firme propósito de servirlo y anunciarlo a los hombres no es otro que su obediencia al Maestro que envía al discípulo hasta los confines de la tierra.

Quien separó la verdad del amor en Ratzinger no habría entendido nada de este hombre, de su refinamiento intelectual, de la pasión de su vida, de la misericordia y atención al prójimo de que está dotado. En el discurso de la celebración que precedió al Cónclave fue simplemente él mismo, abriéndonos su corazón: verdad y misericordia son las palabras clave de aquella homilía, que hoy se presenta como una indicación preciosa para los días venideros. La verdad no se dice contra nadie, sino por amor a todos. La misericordia no es irenismo ingenuo, sino amor dispuesto a dar su vida dando testimonio del único horizonte de luz y esperanza que nunca defrauda: Dios.

El gigante de la fe es el testigo de la caridad de Cristo. Juan Pablo II lo sabía bien, ya que apreciaba la lealtad de Ratzinger no sólo y su extraordinaria cultura e inteligencia, sino sobre todo, como él me advirtió una vez, la bondad. Y es esta mezcla de amor y verdad la que siempre ha favorecido en él la capacidad de dialogar con nuestro tiempo y con sus desafíos, comenzando por los de la cultura secular, que en los más altos y significativos representantes ha correspondido con igual conocimiento y respeto ( basta pensar en los reconocimientos de la Académie en Francia y el reciente diálogo público con Habermas).



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