Que unas mujeres puedan quemar vivas a otras mujeres como sucedió en una cárcel de mujeres en Honduras es algo monstruoso, casi imposible para nuestra sensibilidad.


Aldo Cazzullo (foto de Carlo Furgeri Gilbert).

Lhuevo sobre la Ansa, firmado por Patrizia Antonini: «Por lo menos son 41 mujeres murieron y numerosos heridos en la Centro de Readaptación Social de la Mujer (Cefas)un penal 25 kilómetros al norte de la capital hondureña Tegucigalpa, al final de un probable enfrentamiento entre bandas rivales. Según diversas reconstrucciones, el drama estalló cuando algunos reclusos encerraron en las celdas a mujeres de la banda contraria, prendiéndoles fuego. Probablemente una represalia por la violencia anterior entre los componentes de la «Pandilla barrio 18» y los de la «Mara Salvatrucha», siempre peleándose entre sí por el control del territorio y el chantaje».

Nuestro prejuicio reserva el mal absoluto, o al menos la banalidad del mal, para los hombres. Que unas mujeres puedan quemar vivas a otras mujeres es algo monstruoso, casi imposible para nuestra sensibilidad.

Y en cambio, tenemos que aceptar que las mujeres también son capaces de acciones profundamente perversas, incluso si son casi silenciosas.

Nuevamente de Ansa: «Los vecinos del penal han escuchado gritos de desesperación, llamadas de auxilio y secuencias de disparos, mientras columnas de humo salían del penal. Las imágenes del horror que circulan en las redes sociales y en algunos grupos en línea muestran cadáveres amontonados, otros calcinados y algunos con heridas de bala esparcidos en diferentes áreas de la penitenciaría”.

Es difícil aceptar que una mujer, además de dar vida, sea capaz de dar muerte. Sin embargo, de niños nos estremecíamos leyendo historias como las del saponificador de Correggio (Ligabue también la menciona en su hermosa autobiografía). Al fin y al cabo, hace más de dos mil años Terence ya lo había entendido todo: «Soy un ser humano. Nada de lo humano lo considero ajeno.

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