María hoy añora la relación que nunca tuvo con su madre. Pero sobre todo creo que le pesa no poder recuperarlo.


Antonella Baccaro (foto de Carlo Furgeri Gilbert).

CHay cartas que dejo a un lado porque Me cuesta encontrar pensamientos y palabras para responder..

Es el caso de una lectora, la llamaremos María, que escribe: «En febrero falleció mi padre y ahora me encuentro – hija única – teniendo que «gestionar» a una madre que ha perdido muchas facultades cognitivas y está ya no puede valerse por sí mismo. Después de meses en los que intenté cuidarla, decidí, a pesar de mil sentimientos de culpa, confiarla a un centro.a. Ella lucha en un perpetuo estado de agitación, sufrimiento y tal vez incluso de ira. En todo esto me di cuenta que no la amaba. Siento dolor, tristeza, pena por ella pero no amor. Me pesa que nunca he tenido una relación de confianza con ella, y que ella ha rechazado explícitamente esa relación. Me pesa que siempre he percibido su benevolencia como una recompensa por mi comportamiento conforme a sus expectativas. Me pesa su frialdad emocional, habiendo sido siempre sólo objeto y causa de sus preocupaciones.. Si hace años logré hacer las paces con la idea de que después de todo hizo lo que pudo, hoy siento este desamor de manera abrumadora. No hay resentimiento ni ira, sólo conciencia de que las cosas son así, que El amor entre madre e hija no es en absoluto obvio ni automático. En ambas direcciones».

Me costó responderle a María porque en mi experiencia la madre es pura energía, ganas de vivir, alegría. María hoy suspira por la relación que nunca tuvo. Pero sobre todo creo que le pesa no poder recuperarlo.: ya no hay conciencia en ese ser que tiene que cuidar. Es demasiado tarde para intentar un diálogo entre adultos. Es demasiado tarde para siquiera cerrar legítimamente la puerta detrás de ti.

Quizás, sin embargo, precisamente en ese estado de extrema necesidad, María logró captar una verdad: Las madres son personas como cualquier otra, muchas veces lo han sido sin vocación o, peor aún, sin haberse decidido. En esa madre que ahora espera cuidados y un poco de dulzura, María puede por fin captar la fragilidad que nunca le ha concedido. No es momento de quejarse, María. Es hora de reconocerlo. Y abrazarla.

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