La comida rápida y ultraprocesada está en todas partes y nos hace daño


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El escritor es autor de la novela ‘Chop Chop’ y de ‘Sweet Dreams’, una experiencia cinematográfica inmersiva.

Imaginemos un mundo en el que Tony el Tigre está enjaulado, Ronald McDonald ha colgado sus zapatos de payaso y el coronel Sanders es sometido a un juicio marcial; donde lo que se denomina eufemísticamente comida “menos saludable” se vende sin ningún tipo de manipulación. Un mundo sin mascotas sonriendo ante hamburguesas retocadas con Photoshop o susurrando “Vamos, pruébalo” a través de la televisión. Si lo hicimos con el vendedor de Marlboro, podemos hacerlo con un tigre de dibujos animados.

El Reino Unido tardó 50 años desde que descubrió la relación entre el tabaquismo y el cáncer de pulmón hasta que, en 2003, acabó con la publicidad de los cigarrillos, y otros 13 años más hasta que acabó con los paquetes de marca. La propuesta de prohibir la publicidad de comida rápida ha seguido un camino igualmente tortuoso. Llevaba más de una década sobre la mesa, impulsada por un primer ministro conservador y desplazada por el siguiente, y ahora forma parte de una larga lista de tareas que afrontan los ministros laboristas. Según la propuesta de prohibición, los productos menos saludables no se anunciarán en televisión antes de la hora límite (de 21.00 a 5.30 horas) ni en Internet las 24 horas del día, los 7 días de la semana, a partir de octubre del año próximo.

Esto no es suficiente. Al igual que con los cigarrillos, es hora de que tengamos una marca honesta (o ninguna) cuando se trata de comida rápida y ultraprocesada. La obesidad le cuesta al NHS £6.5 mil millones al año y es la mayor causa evitable de cáncer después del tabaquismo. Uno de cada cuatro adultos en Inglaterra es obeso. Más sorprendente aún es que un estudio nacional realizado este año encontró que casi uno de cada cuatro niños en las escuelas primarias de Inglaterra son obesos al momento de terminar sus estudios, lo que los hace más propensos a sufrir problemas de salud a lo largo de sus vidas. Nuestra incapacidad para regular las marcas y sus coloridas mascotas perjudica a los jóvenes sobre todo.

En los últimos seis meses hemos visto una avalancha de informes sobre los alimentos ultraprocesados, tanto por la amenaza que suponen para nuestra salud como por su ubicuidad. En la lista figuran productos que tal vez no consideráramos especialmente malos, como las salsas para pastas y los platos preparados. Los alimentos ultraprocesados ​​ahora representan más de la mitad de la dieta británica media. “Que el alimento sea tu medicina”, escribió Hipócrates. Lo que se supone que nos nutre nos está haciendo daño.

¿Cómo hemos llegado a esta situación? Parte de la culpa la tienen las empresas alimentarias. No es ninguna novedad que la publicidad nos manipula. Edward Bernays, sobrino de Sigmund Freud, aplicó las teorías de su tío a las relaciones públicas al final de la Segunda Guerra Mundial, convenciendo a las mujeres de que fumaran mediante la publicidad de cigarrillos como “Antorchas de la Libertad” feministas. (Resulta curioso que Bernays pasara años intentando que su mujer dejara de fumar). La fotografía de alimentos es famosa por su capacidad de engaño (fresas iluminadas con lápiz labial). Las formas de manipulación psicológica conocidas como “patrones oscuros” nos hacen sentir culpables o no queridos, por lo que sucumbimos a la tentación y nos comemos todo el helado.

Sin embargo, como consumidores también debemos reconocer nuestro papel en esta saga. Cuando trabajaba como chef de un restaurante, me di cuenta de que gran parte del contrato social entre el comensal y el chef implica que el comensal no sabe lo que hay en su comida. Queremos la tarta de chocolate sin ver las calorías que figuran en el envase o el azúcar que se le añade cuando la preparamos nosotros mismos. Queremos que la comida sea deliciosa sin pensar en cuánta mantequilla o nata se ha utilizado para que sepa tan bien. Pero hace poco me di cuenta de lo mal que nos sirve esta ignorancia deliberada.

No estoy sugiriendo que se prohíba el alimento en sí. Se debería permitir que la gente tome sus propias decisiones, buenas o malas. Personalmente, creo que el pollo frito a las dos de la mañana es uno de los grandes placeres de la vida.

Los impuestos agresivos tienen algún efecto. Según una nueva investigación publicada en el Journal of Epidemiology and Community Health, el impuesto al azúcar en el Reino Unido redujo a la mitad el consumo infantil en tan solo un año. Es un motivo de celebración, pero no es la historia completa. Las empresas de refrescos acaban de sustituir el azúcar por edulcorantes artificiales. Las medidas punitivas se centran en un ingrediente, pero fomentan la deshonestidad (ahora las bebidas son “sin azúcar” y “light”) en lugar de ayudar a la gente a entender lo que está consumiendo. El problema de fondo sigue siendo el mismo: nuestra comida nos miente.

Las advertencias y las etiquetas son un comienzo. Algunos dicen que contar las calorías de los macarrones con queso hace que el placer de comerlos sea menor. Sin embargo, no es nada que no sepamos ya. Nuestra sorpresa al oír la verdad en voz alta parece una reacción exagerada y teatral.

Es la imagen de marca la que debe desaparecer. Hay que prohibir las mascotas de dibujos animados, nuestros falsos amigos. Hay que prohibir las palabras evasivas y las sonrisas de cocodrilo. Hay que eliminar la fotografía engañosa y los envases atractivos. Hay que poner advertencias sanitarias cuando sea necesario (yo personalmente contribuiré con una foto de mi barriga si eso puede salvar a la nación). Dejemos de engañarnos a nosotros mismos y de permitir tácitamente que otros nos engañen. Algunos alimentos no son buenos para nuestra salud y, a veces, eso es lo que queremos. Somos humanos. Pero tengamos toda la información, libre de manipulación. Una decisión informada es algo delicioso. Adelante, pruébelo.



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