El azúcar golpea pero el Toro no baja: es la masacre de San Valentín


El 14 de febrero de 1951, en Chicago, Robinson y La Motta se enfrentaron por sexta vez. Y nunca como esa noche el ring se convirtió en una masacre…

Era como si Harlem y el Bronx treparan por las cuerdas cada vez con ellos dos, quienes encarnaban los dos hemisferios boxísticos opuestos que nadie podía representar mejor que ellos. Sugar era el epítome del estilo, un esmoquin adaptado para la esgrima; una gracia letal que disfrazaba la potencia de los puñetazos asestados con la misma puntualidad con la que las gaviotas pescan con el pico en la superficie del agua. Toro era alguien que metía incluso los pies dentro del guante, como si lograra comprimir cada fibra muscular en el tramo desde el antebrazo hasta los nudillos; sufrió con todo el cuerpo y a veces se ofreció, del mismo modo que era capaz de rabiar. Su salida fue lenta, luego continuó inexorablemente, subiendo el ritmo en la parte final. Era alguien que lograba regresar del infierno cada vez, incluso cuando sus párpados estaban cerrados por la hinchazón. Llegó a balancearse, pero siempre permaneció de pie, incluso cuando ya no entendía la diferencia con estar acostado.



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