Ya lo hizo en la capital, pero ahora en esta nueva aventura napolitana quizás esté dando aún más. En la gestión cuidadosa y consecuente de un grupo que remodeló tras la revolución estival
No será un partido como cualquier otro para Luciano Spalletti. Roma-Napoli es un partido especial, pero solo porque, en su mundo, en su brillante carrera, nada es ordinario. Y cada desafío equivale a un examen. Con el deseo de mover más el horizonte, de ver si aún queda algo por vivir, sin olvidar el pasado, mirando el presente, pero imaginando el futuro. Por eso, contrariamente a lo que se dice y se piensa, Luciano Spalletti no es indescifrable. Detrás de cada palabra, de cada exabrupto, del golpe en la cabeza contra la mesa de conferencias, de los ojos muy abiertos, hay un hombre -incluso más que un entrenador- celoso de su trabajo, de su compromiso, de su estudio, de una investigación que no para.
Su aparente tormento, en el que se mueve muy bien, es la manera de tranquilizarse, satisfaciéndose a sí mismo y sus ganas de acercarse a la idea imposible de la perfección. En Roma, en dos ocasiones distintas, y ahora en Nápoles ha concentrado todo lo mejor de sí mismo. Aunque sería ofensivo -e inaceptable para él- reducir su brillante carrera a solo dos experiencias. Lo cierto es que Spalletti no será el único, pero es de los poquísimos que nunca se han perdido una temporada. De Empoli a Udine, de Roma al Zenit de San Petersburgo, de Roma al Inter, para llegar a esta experiencia de Nápoles. Y uno diría que no estuvo mal ni parado dos años, esperando recargar, para poder volver con las mismas ganas de antes. Lo cierto es que en los Giallorossi experimentó un arcoíris de sensaciones, enamorando a la afición en el primer ciclo, con su fútbol espectacular y coral, para después enfurecerla por sus atormentadas relaciones con Totti. Lo que de alguna manera también eclipsó el excelente trabajo de campo. Porque si la primera vez hubo lamentos por un segundo puesto por detrás del Inter, también en la otra ocasión logró llegar a cuatro puntos solo de la Juve de récord. Pero, como decía, sería simplista, poco generoso, encerrar lo mejor de su vida como entrenador en sólo dos experiencias. Porque así como en la Roma inventó a Totti como lateral delantero y a Perrotta como incursor, en el Inter tuvo la feliz y extraordinaria intuición de confiarle a Brozovic la dirección del equipo. El testimonio concreto de su continua búsqueda por no hacer distinciones, en favor de las individualidades o de lo colectivo.
El caso es que en esta nueva aventura napolitana, como se mencionó, quizás esté dando aún más. En la gestión cuidadosa y consecuente de un grupo que remodeló tras la revolución estival. Rechazando los excesos, imponiendo el equilibrio perfecto que también se ve en el terreno de juego, donde conviven historias de jugadores y hombres. Capaz de superar hasta las consignas, las obviedades del mundo del fútbol: de la necesidad de dar tiempo a un equipo que ha cambiado mucho ya jugadores que han venido de ligas lejanas. Es por eso que Kvara en particular, pero también Kim, parecen la respuesta perfecta para aquellos que piensan en el fútbol -básicamente una esfera- como una ciencia, excluyendo la magia de los encuentros. Pero nada hubiera sido imposible si, junto a los nuevos descubrimientos, no hubieran existido las ganas y el espacio para hacer crecer y ser protagonistas a Lobotka oa Mario Rui. En definitiva, un camino de intuición y trabajo que ya se había visto dos veces en Roma. Pero siempre imaginando poder crecer más. Porque ese es el secreto, el verdadero secreto, de Luciano Spalletti.
19 de octubre – 07:08
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