Sander Lantinga entra en la antigua casa de pueblo Het Koetshuis, ahora un refugio para refugiados ucranianos, y todavía conoce el camino. Señala la esquina donde jugaba al futbolín, abre la puerta del polideportivo donde jugaba baloncesto (“esas puertas naranjas ya estaban ahí entonces”) y luego recuerda algo: “A ver si sigue ahí”.