Berlusconi, esa bandera a media asta en el Palacio de Justicia de Milán

Ni la fantasía áspera, punzante y extrema del arte cinematográfico de Moretti había llegado tan lejos el caimán. La realidad, además, nunca renuncia a superar a la fantasía conquistando así una primacía como protagonista. El día del polémico luto nacional por la muerte de Silvio Berlusconi la misa iconográfica de la corte milanesa vio la bandera italiana desplegada a media asta.

Así, el lugar simbólico del choque de treinta años entre la política y el poder judicial, como era el deber de quienes están llamados a hacer cumplir la ley siguiendo las disposiciones emitidas por la Circular de la Presidencia del Consejo de 18 de diciembre de 2002 sobre la base de ley 7 febrero 1987 n.36otorgó su reconocimiento a una máxima autoridad de la República.

La fuerza simbólica de esta imagen concluye, mientras se celebran los funerales de Estado, la larga parábola que vio la figura de Silvio Berlusconi y la judicatura (no sólo en Milán) contrastada en tonos duros, a veces incluso fuera del pentagrama institucional. , agotador enfrentamiento que dejó las necesidades de reforma de la justicia según los cánones de un estado liberal-democrático moderno; que literalmente ha envenenado el agua de los pozos de la confrontación libre y constructiva; que ha plagado de las más auténticas razones del garantismo. Un torbellino imparable, cuyo primer motor no es nada fácil de identificar en un esquema que se asemeja mucho a la paradoja del huevo y la gallina, contra la que ni siquiera los jueces han podido oponer su fuerza; que ha desbordado paulatinamente el escrutinio judicial hacia territorios que no pertenecen a su perímetro. Ortopedia fuerte a través de la cual se pretendía someter al escrutinio severo de las conductas «penalmente relevantes» que, careciendo de los requisitos de la causa penal, debieron constituir sólo una fuente de responsabilidad política.

De la luz verde de la CDM a la reforma de la justicia

Fue un largo, desafortunado y estruendoso enfrentamiento entre poderes estatales, cuyos ecos desbordaron cualquier intento de equilibrar las fuerzas en el campo, de devolverlas a su lecho natural.

Si por un lado se ha instaurado una interpretación defensiva del indispensable principio de la autonomía e independencia del poder judicial, que muchas veces ha rayado en la arbitrariedad, marcando una peligrosa deriva autorreferencial del poder judicial; por otro, casi se ha reivindicado un derecho a la impunidad anclado en la legitimidad que deriva del voto popular.



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